domingo, 28 de octubre de 2007

Soñando despierta con ángeles indigentes

Aquel día regresaba del colegio. Estaba lloviendo y yo no llevaba paraguas. No me importaba; sentir la lluvia mojando mi cuerpo me hacía sentir limpia, como si me purificara de tanta suciedad que acarreaba. Pues sí, estaba llena de odio y tristeza por dentro. Odio hacia todo, hacia todos, hacia la felicidad de los otros y hacia mí misma, sobretodo hacia mí misma. Me odiaba, porque estaba conciente de mi imperfección, de mi cinismo, de no poder hacer nada por mí, por cambiar. Tristeza por mi soledad, por las crueles personas que odiaba, por la muerte.
Caminaba sin rumbo en mi mente, sin una luz que me guiara. Seguía la vía mecánicamente y me sentía tan sola, tan estúpida, tan separada del mundo. No me percataba de mi vida ni la de los otros. No me interesaba nada, estaba muerta en vida, vacía.
La lluvia comenzaba a caer con toda su fuerza y yo no me inmutaba. Quizás lo obviaba porque dentro de mi ser, en mi alma, en mi mente y en mi corazón siempre estaba lloviendo. Pensaba que nadie ni nada podía salvarme, pero era lo que más deseaba en el mundo, una luz de esperanza, algo que me recordara que aún estaba viva. Odiaba mi ambivalencia. El sentir que todo estaba perdido y al mismo tiempo aferrarme con todas mis fuerzas a una luz en la densa oscuridad. Recordaba cuando muchas veces en el pasado había aconsejado a personas que estaban sumidas en la depresión y, sin embargo, todas las palabras de aliento que salían de mi boca eran una asquerosa mentira, porque ni yo misma las practicaba.
Sentía unas inmensas ganas de llorar, pero mi propia vergüenza me lo impedía constantemente. Para qué sirve vivir si no tienes un sentido, una misión, a alguien a quien proteger. En ese momento, brotaron lágrimas de mis ojos. Recordé a mi familia, la incondicionalidad de mis seres queridos.
La calle estaba desierta y ya no pude aguantarme el nudo que tenía en la garganta. Rompí en llanto con todas las fuerzas de mi ser. Todo lo que había reprimido por años se vió expresado en ese momento de desolación. Grité, maldije, suspiré, lloré, me encontré conmigo misma después de tantos años. Caí de rodillas al mojado suelo y me sentí enferma y débil.
En ese momento ya estaba recostada en el pasto, no me había dado cuenta que estaba en la plaza. Miré el grisáceo cielo y las nubes que me encantaba mirar habían desaparecido. En realidad, todas eran una densa masa de tristeza que necesitaban desechar sus lágrimas y hacerse nuevamente livianas y libres. Era como si todas se reunieran para fundirse en su soledad y melancolía, encontrarse en el vasto cielo sólo para consolarse unas a otras y desahogarse en la lluvia. Estaba deseando ser una nube, cuando de pronto mi reflexión fue interrumpida por una pequeña niña. Me preguntó si tenía algo para comer. Yo me levanté, la observé y sentí tanta tristeza. Era una persona tan pequeña que sobrevivía como podía y yo me lamentaba de existir cuando existen otras personas que lo único que desean es vivir. La abracé con todas mis fuerzas para que sintiera mi comprensión. La pequeña se puso a llorar y yo junto a ella. Me sentí importante para ella. Estuvimos un momento así y luego la invité a mi casa a comer algo. Aceptó sin objeción. Cuando llegamos le serví sopa caliente y le regalé una manta para que pasara el frío.
Cuando abandonó mi casa, pensé en qué sería de su vida después de dejarla. Entré de nuevo y vi que el plato de sopa estaba servido aún en la mesa. Me sorprendí, porque la niña lo había devorado hace unos minutos. ¿Qué sucede? ¿por qué siento estos escalofríos?. Estuve un rato pensando lo ocurrido cuando de pronto sentí en mi rostro un rayo de sol. Abrí mis ojos y estaba tendida en el pasto. La lluvia había pasado y todo había sido un extraño sueño. Sin embargo, sentí una liviandad en mi corazón, una paz conmigo misma, una tranquilidad inexplicable.
Llegué a mi casa fui a revisar el cajón en el cual se encontraba la manta que le había regalado a la niña en el sueño y... no estaba. Salí en la dirección en la que se había ido. Caminé por largo rato hasta llegar a un bosque. No recordaba que existía un bosque cerca de mi casa, pero me adentré de todos modos. Seguí caminando y llegué a un acantilado. Dirigí mi mirada hacia el cielo y pude apreciar un hermoso arcoiris. De pronto divisé en el arcoiris a una criatura alada. La observé detenidamente y me di cuenta que era la niña del sueño. Llevaba en sus manos la manta que le había regalado. Me sonrió y luego se fue volando en dirección a las nubes.
Ella fue la única que escuchó mi llamado desesperado y vino a ayudarme desde los cielos; un ángel indigente que sanó mi corazón.